La Chispa Humana

La odisea de la creatividad humana es tan ancestral como la propia historia de nuestra especie. Los primeros trazos primigenios se manifestaron en diversos puntos del planeta. La pintura rupestre más antigua realizada por Homo sapiens que se conoce hasta la fecha (pintada hace unos 45.500 años) se encuentra en la cueva de Leang Tedongnge, situada en el sur de la isla de Sulawesi (Indonesia); si nos vamos a Australia Occidental, en el techo inclinado de un abrigo rocoso en la región de Kimberly, podemos contemplar una pintura rupestre que representa a un canguro, de hace más de 17.000 años y que ocupa dos metros de largo; si saltamos a Europa, podemos contemplar las maravillosas pinturas de las cuevas de Lascaux, en Dordoña (Francia) o las magníficas pinturas de la cueva de Altamira, en Cantabria (España). Hasta aquí lo conocido, una pequeña muestra de las manifestaciones creativas de la humanidad. ¿Cuántas grandes obras se abran perdido? ¿Quién fue el primero, hace ciento de miles de años, que empezó a utilizar el carboncillo resultante de las brasas de las primeras hogueras para dibujar en las rocas? Desde que saltó aquella chispa humana de la creatividad, esta ha sido el faro que nos ha guiado a través de eras y civilizaciones. 

Si hay algo verdaderamente significativo en la historia de la humanidad, es ese impulso constante, sin fronteras, hacia la belleza, el significado y la expresión. Estos elementos que han forjado nuestra humanidad y continúan definiendo la esencia de lo que nos hace humanos, representa la creatividad de nuestra especie. Comenzó en los albores de la socialización humana, en una época en la que la supervivencia era la preocupación principal y la creatividad se manifestaba en rituales alrededor del fuego y en las artes emergentes del tallado en roca y hueso. Estas primeras expresiones creativas no eran únicamente actos estéticos, sino que también funcionaban como puentes hacia lo divino, como intentos de descifrar el enigma del mundo y sus arcanos misterios. Las líneas trazadas en las piedras y los perfiles ocres de las bestias cazadas narraban relatos cruciales para nuestra existencia y sentido, tejiendo el hilo inicial en el vasto tapiz de la cultura humana.

Si nos centramos en la cueva de Altamira, un santuario del arte rupestre venerado por sus representaciones y considerado uno de los testimonios más elocuentes del arte prehistórico, vemos que constituye un legado imperecedero de la imaginación humana de la era paleolítica. Cuentan que los visitantes quedan cautivados, en especial, por la famosa sala de los Polícromos, y experimentan, por sus testimonios, una reverencia profunda: un sentimiento compartido por todo aquel que pisa este enclave sagrado del arte ancestral. Incluso nos es fácil visualizar al naturalista Marcelino Sanz de Sautuola con su pequeña hija María, en ese día estival de 1879, adentrándose en la profundidad de la cueva de Altamira, con los ojos dilatados ante la escasa luz que se filtraba desde el mundo exterior. La atmósfera, saturada de una frescura húmeda, el silencio del eco trascendental de una era apartada de la razón moderna, y movidos por el fulgor tembloroso de sus lámparas, comenzaban a surgir de la penumbra los contornos ocultos, revelando paso a paso las maravillas dibujadas en el vientre arcilloso de la tierra. Y, de pronto, el techo de la sala de los Polícromos, un firmamento de piedra, se revelaba ante ellos como una vasta paleta natural, un relieve accidentado que los antiguos artistas supieron transformar en lienzo de su arte, capturando el movimiento y la vida con una habilidad singular y sorprendente.

Hoy en día, en el acelerado siglo XXI, la sala de los Polícromos se mantiene como un emblema de esplendor y misterio, tendiendo un puente intemporal hacia una era diluida en el tiempo. Dicha sala nos rememora la inclinación innata al arte que posee la humanidad. Las pinturas rupestres que adornan su techo constituyen un tesoro invaluable y una inagotable fuente de inspiración que interpela nuestra comprensión sobre la historia del arte y nuestra identidad como especie. A la luz contemporánea, estas pinturas adquieren un dinamismo casi ilusorio, presentando una paleta de colores que va desde el carbón más oscuro hasta el ocre más encendido, pasando por variados tonos de amarillo y marrón. Estos pigmentos, cuidadosamente extraídos de la tierra y combinados con grasas animales o vegetales, han resistido el paso de más de 15.000 años, manteniendo un vigor que parece desafiar el desgaste del tiempo.

En el corazón de la sala de los Polícromos, una congregación de bisontes cobra vida con un realismo y vitalidad impactantes, provocando admiración en quien los contempla. Su contorno está dibujado con trazos seguros y precisos, y sus volúmenes se manifiestan a través de un manejo experto del claroscuro que denota un entendimiento avanzado de la luz y la forma. Mientras que algunas figuras de bisontes irradian serenidad y una pose contemplativa, otras parecen capturadas en pleno movimiento, con sus patas traseras flexionadas en una postura preludio de una estampida. La sala alberga también representaciones de otras especies, como caballos y ciervos, además de figuras que pueden interpretarse como símbolos o abstracciones. Dichas representaciones están dispuestas armoniosamente con las curvaturas naturales de la roca, fusionándose con el soporte pétreo como si surgieran orgánicamente de él.

La habilidad técnica y el conocimiento que implican estas pinturas nos hablan de una maestría sin igual. Los artistas de tiempos remotos no solo usaban pinceles fabricados con fibras animales o las yemas de sus dedos; también dominaban técnicas como el soplado, aplicando el color sobre la roca a través de cañas huecas, lo que les permitía lograr trabajos de una delicadeza y precisión asombrosas. Las teorías sobre el propósito de estas pinturas varían: algunas sugieren que podrían haber tenido funciones rituales o mágicas relacionadas con la caza y la fertilidad, mientras que otras las conciben como manifestaciones estéticas o simbólicas que reflejan la cosmovisión de los grupos humanos del Paleolítico Superior. Investigadores como Múzquiz (1988), García (2012), Lewis-Williams (2002) o Spivey (2005) han resaltado aspectos cognitivos como la percepción visual, esencial para el reconocimiento y la reelaboración precisa de formas y colores, y para capturar movimiento y expresión en las representaciones animales. La habilidad para utilizar las irregularidades naturales de la roca, creando efectos tridimensionales, muestra un entendimiento espacial profundo, reflejando también la capacidad de planificar y de ejecutar obras complejas con diversas técnicas y materiales en el entorno de la cueva. La memoria era fundamental, permitiendo a los pintores recordar y reproducir con sorprendente exactitud los detalles de los animales que observaban o cazaban. Además, la imaginación iba más allá de la simple reproducción de la realidad, sumergiéndose en el ámbito simbólico para expresar creencias, deseos, emociones y símbolos que conformaban su universo simbólico.

No podemos obviar la comunicación, evidenciando que los artistas prehistóricos transmitían mensajes a través de su arte, efectivamente a sus coetáneos y posiblemente a futuras generaciones. Esta capacidad de conectar tanto con las figuras representadas como con la audiencia, demuestra la inteligencia y sensibilidad artística de estos tempranos maestros del arte. Las habilidades cognitivas presentes en la creación de las pinturas de Altamira son testimonio irrefutable de que sus autores poseían una excepcional agudeza mental y una sensibilidad estética distintiva, marcando una diferencia con otras especies y permitiéndoles crear lo que hoy reconocemos como una de las primeras obras maestras del arte. Es plausible pensar que para aquellos pequeños grupos humanos, cuya subsistencia dependía de la caza, la pesca y la recolección, la producción artística significaba una inversión considerable de tiempo y recursos. Esto subraya la idea de que no fue solo la inteligencia o el desarrollo cerebral lo que posibilitó tal despliegue creativo en la sala de los Polícromos, sino también la cooperación y la capacidad de adaptación de aquellos colectivos humanos, con una clara propensión hacia la creación artística.

La actitud creativa de estos individuos probablemente marcó un avance cognitivo significativo, ilustrando la habilidad de almacenar información externamente al cerebro, en el ambiente, constituyendo un hito en la manipulación epistémica del entorno por parte del ser humano. Como argumenta Gray (2010), esto habría impulsado la cognición humana al facilitar que las ideas fueran accesibles y pudieran desarrollarse por otros, promoviendo la compartición y expansión de conocimiento más allá de la comunicación verbal. Estas capacidades, a nivel individual y colectivo, representan lo que nos gusta denominar como «la chispa humana».

Con el trascurrir de los milenios, la creatividad humana y su chispa han desatado revoluciones que han reconfigurado el mundo. La historia del hombre es también la historia de sus herramientas, y en la odisea de nuestra especie, han sido numerosos los hitos tecnológicos que han servido de catalizadores para la creatividad humana. Cada época ha presenciado el surgir de estas tecnologías disruptivas que, aunque en su momento podrían parecer simples o cotidianas, han redefinido el panorama creativo y expandido las posibilidades expresivas de la sociedad.

En los albores de la civilización, la invención de la escritura fue un hito tecnológico de inconmensurable impacto en la capacidad creativa humana. Sistemas como los antiguos sellos cilíndricos sumerios, los jeroglíficos egipcios o el alfabeto fenicio permitieron, por primera vez, codificar el pensamiento y la palabra, haciendo que el conocimiento pudiera transgredir las barreras del tiempo y el espacio. Este sistema de registro no solo facilitaba la administración de las incipientes sociedades complejas, sino que también abrió las puertas a la narrativa como una entidad perdurable, capaz de viajar a través del tiempo y el espacio, conservándose mucho después de que su creador dejara de recitarla. Los antiguos griegos, forjadores de mitos y filosofía, esculpieron el legado creativo con el cincel de la razón y la belleza idealizada. Nos legaron epopeyas y tragedias, estatuas de marmórea perfección y complejos teoremas, canalizando su creatividad en un diálogo constante entre la mente y la materia. Esta chispa continuaría ardiendo a lo largo de las tenebrosas edades medievales, manteniendo vivas las llamas de la imaginación y el conocimiento en monasterios y scriptoriums, hasta que su luz estallara en el Renacimiento.

Con el advenimiento de la Edad Moderna, surgió en Italia el Renacimiento, un movimiento cultural que retomó los principios de la cultura clásica, actualizándolos a través del Humanismo, sin abandonar la tradición cristiana, pero suplantando la visión religiosa del mundo medieval por un enaltecimiento de los valores humanos y terrenales. El humanismo fue el movimiento intelectual renacentista que revalorizó la dignidad del espíritu humano, uniendo la cultura de la época con la de la antigüedad clásica. De esta manera, el humanismo se convirtió en el eje filosófico y literario del Renacimiento, y el humanista, en el escritor y pensador que, trascendiendo el estudio de la teología prevalente en siglos anteriores, otorgaba gran importancia al estudio de las disciplinas humanísticas, las matemáticas, la mecánica, la filosofía, y más. Fue un renacer, un despertar en el que la creatividad se potenciaba a través de la ciencia, la exploración y el arte. El mundo artístico se benefició de la innovación en la técnica de la perspectiva; el universo, a su vez, se expandió ante los ojos humanos gracias a los telescopios. Leonardo da Vinci, un genio renacentista emblemático, vivió como la encarnación de la chispa humana, con una exploración sin límites del arte, la ingeniería y la anatomía. Miguel Ángel, a su vez, capturó la tensión y la emoción en piedra y pigmento. La creatividad humana, liberada de sus ataduras, aspiraba a alcanzar la sublime armonía de las esferas celestes.

Con la imprenta de Johannes Gutenberg en el siglo XV, la creatividad y su chispa se democratizaron. Las ideas podían replicarse y distribuirse a un volumen previamente inconcebible y con una rapidez nunca antes vista. La imprenta no solo fomentó un aumento exponencial en la producción literaria y científica, sino que también actuó como catalizadora de grandes movimientos culturales como el Renacimiento y la Reforma. Los libros, antes reservados a una élite ilustrada, poco a poco se convirtieron en bienes accesibles para amplias capas de la población, estimulando la educación y el surgimiento de nuevas corrientes de pensamiento. La información floreció: las ideas de una persona podían inspirar a toda una generación. La creatividad se transformó en un diálogo masivo que se extendió más allá de las cortes y los salones, ramificándose en todas direcciones y adoptando nuevas formas con cada revolución industrial y tecnológica subsiguiente.

Durante los siglos XVI y XVII, el desarrollo del método científico y la invención de instrumentos como el microscopio y el telescopio ampliaron el conocimiento humano más allá de los límites antes percibidos, abriendo nuevas fronteras en la exploración y creación científica y artística. A finales del siglo XVIII, la máquina de vapor dio inicio a la Revolución Industrial, que cambió radicalmente la estructura social y económica, permitiendo la producción en masa y dando origen a la ingeniería como una disciplina creativa. Durante el siglo XIX, la electricidad permitió innovaciones como la iluminación y el motor eléctrico, que no solo trajeron avances en confort y eficiencia, sino que también fomentaron la invención de dispositivos de comunicación como el telégrafo y el teléfono. A finales de ese siglo, el cine estableció una nueva forma de arte y entretenimiento, permitiendo contar historias a través de imágenes en movimiento y abriendo un abanico de posibilidades narrativas y visuales.

Es en el siglo XX cuando la humanidad da un inmenso salto en su creatividad en todas las dimensiones; es el siglo en el que la humanidad logra volar a la velocidad del sonido, viajar y explorar el espacio exterior, sumergirse en las grandes profundidades de los mares y clonar seres vivos. Las tecnologías de la información y las comunicaciones comenzaron a transformar todas las áreas de la sociedad, desde la gestión de la producción y la actividad empresarial hasta el entretenimiento, posibilitando la creación de arte digital e interactivo. Asimismo, la robótica permite crear máquinas y autómatas con capacidad de llevar a cabo actividades físicas de todo tipo, con una precisión nunca antes imaginada. La decodificación del genoma humano inició una era de diseño genético y terapias personalizadas, lo que podría considerarse como una forma de creatividad biológica. Con Internet, a finales del siglo XX, la red mundial conectó a las personas como nunca antes, facilitando el intercambio cultural y la colaboración a escala global, así como el surgimiento de plataformas para la difusión y el desarrollo de la creatividad colaborativa. Cada uno de estos hitos, en esencia, ha ampliado los límites de lo que los seres humanos pueden hacer y concebir. Al proporcionar nuevas herramientas y lenguajes, han expandido nuestra imaginación, permitiéndonos construir realidades cada vez más complejas y enriquecedoras. A finales del siglo, surge la inteligencia artificial (IA) simbólica o clásica, centrada en el uso de símbolos y reglas lógicas para representar conocimientos y realizar inferencias. Una IA que empieza a manifestar resultados en aplicaciones como los sistemas expertos, como el sistema MYCIN, que fue uno de los primeros sistemas expertos de la historia de la IA y que facilitaba el diagnóstico de enfermedades infecciosas de la sangre, como la meningitis y la bacteriemia (Shortliffe, 1976). También en los juegos de estrategias, como el ajedrez y el Go, las computadoras, a través de programas como Deep Blue y AlphaGo, han conseguido derrotar a campeones de calibre humano (Campbell, Hoane, & Hsu, 2002; Silver et al., 2016). Tales hazañas se atribuyen a la capacidad de la IA para calcular una inmensa cantidad de movimientos potenciales y sus consecuencias, una tarea que, si bien es computacionalmente demandante, está claramente circunscrita.

Todos estos avances en IA han comenzado a suscitar mayor fascinación y son objeto de intensa especulación en lo que atañe a la posibilidad de que la IA pueda llegar a eclipsar las facultades cognitivas humanas, incluso aquellas que exhibieron los hombres y mujeres que pintaron la ‘Capilla Sixtina’ de la prehistoria. Esta cuestión no solo ha capturado la imaginación de científicos y pensadores, sino que también ha resonado con fuerza entre el gran público. Lejos de quedarse en el terreno de la hipótesis, la IA ha progresado de forma vertiginosa y ya ha demostrado su superioridad frente a los humanos en determinadas tareas que exigen un procesamiento de datos intensivo y una aguda capacidad para el reconocimiento de patrones. Sin embargo, en todas las actividades donde la IA ha sobresalido hasta ahora, estas han sido imaginadas, diseñadas y desarrolladas por seres humanos, aprovechando la creciente capacidad de cómputo de los sistemas informáticos y, por tanto, perfectamente delimitadas en lo que respecta a la creatividad.

La IA acabará emulando una infinidad de procesos cognitivos humanos, pero su creatividad seguirá siendo nula sin esa «chispa» que nosotros, con el mismo espíritu de nuestros ancestros del paleolítico, le vayamos aportando.

Referencias bibliográficas:

  • Campbell, M., Hoane, A. J., & Hsu, F. H. (2002). Deep Blue. Artificial Intelligence, 134(1-2), 57-83.
  • García Guinea, Miguel Ángel y alt. (2012). Altamira y otras cuevas de Cantabria, Silex Ediciones 2012.
  • Gray, P.M. (2010). Cave Art and the evolution of the human mind (PDF). Tesis doctoral leída en Te Herenga Waka: la Universidad Victoria de Wellington, Nueva Zelanda
  • Lewis-Williams, David (2002) La mente en la caverna, La conciencia y los orígenes del arte, Madrid, Akal Ediciones, 2005, 328 pp, Traducción: Enrique Herrando Pérez, Versión original: The Mind in the Cave, Consciousness and the Origins of Art, Londres, Thames and Hudson, 2002. Memoria Y Civilización, 8, 270-276.
  • Múzquiz Pérez-Seoane, Matilde (1988). Análisis artístico de las pinturas rupestres del gran techo de la cueva de Altamira: materiales y técnicas: comparación con otras muestras de arte rupestre (PDF). Tesis doctoral. Madrid: Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Bellas Artes. ISBN 978-84-669-3025-3. 
  • Silver, D., et al. (2016). Mastering the game of Go with deep neural networks and tree search. Nature, 529(7587), 484-489.
  • Spivey, N. J. (2005). How art made the world: a journey to the origins of human creativity. New York, Basic Books.
  • Shortliffe, E.H. (1976) Computer-Based Medical Consultation. MYCIN. Elsevier, New York.

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